Aquí no importaba si el papalote era el más pequeño, el menos bonito o el que voló menos, a verlo realizado por si mismo, compartir el momento con los amigos y reir con mucha alegría fue lo que más disfrutamos de volar papalotes.
Ya en el cerro y con papalote en mano, no falto quien sorprendiera a todos con vuelos que alcanzaban las nubes, quien prefirió sentarse a contemplar la ciudad, quien se hizo de una buena compañía y de vez en vez pidió volar otro papalote.
Esperemos que el aire del mes de febrero nos permita regresar a volar más que buenos papalotes.
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